Comentario
Durante el siglo II a.C. las grandes ciudades de Italia, pero sobre todo Roma, se convirtieron en foco de atracción para multitud de latinos. Su número llegó a ser tan cuantioso que en el 177 a.C. el cónsul C. Claudio tomó medidas de expulsión: 12.000 personas fueron obligadas a abandonar la ciudad de Roma. La repetición de medidas análogas prueba que los latinos continuaban llegando a Roma ininterrumpidamente. Ya antes, entre los años 187 y 177, el censor Catón había permitido que muchos de estos inmigrantes se instalasen en Roma a condición de que dejasen al menos un hijo en su lugar de origen a fin de frenar la despoblación rural o -en el caso de que procedieran de una ciudad- que el cuerpo cívico de ésta se debilitase.
Las razones de esta emigración masiva a Roma residen tanto en las ventajas que se derivaban del estatus de ciudadano romano (reparto de trigo, vestidos o dinero, banquetes electorales gratuitos, etc.), que los latinos esperaban lograr instalándose en la ciudad, como de las dificultades a las que muchos de estos inmigrantes se habían visto enfrentados. Puesto que las explotaciones agrícolas se habían organizado en función de la venta de sus productos, muchos pequeños campesinos se habían visto incapaces de mantener tal competencia: los excedentes eran pequeños, los impuestos resultaban una carga abrumadora y la venta de sus productos sólo podía hacerse por vía terrestre, que resultaba muy lenta y muy cara. De tal modo se habían visto abocados a la pérdida o venta de sus propiedades y convertidos en aparceros o braceros de latifundios.
La difusión de la esclavitud resultaba, además, una dura competencia para el trabajador libre, puesto que los primeros constituían una mano de obra más barata. De hecho, durante el siglo II a.C., en las nuevas explotaciones agrícolas se recurrió al empleo masivo de trabajadores serviles.
Por otra parte, las ciudades con alto nivel de desarrollo siguen constituyendo, aún en la actualidad, un foco de atracción para la población de muchas zonas deprimidas y para las personas reducidas a la indigencia. Este fenómeno sociológico rige también en la Roma de aquella época.
El desarrollo productivo, edilicio y comercial de Italia, fue aún mayor en la sede del poder y provocó una gran demanda de obreros cualificados y no cualificados a los que se remuneraba con un salario. Fuesen éstos obreros o artesanos libres, libertos o esclavos -sobre todo estos últimos-, la sociedad romana los contemplaba con el más profundo desprecio. El término mercenarius se acuñó a partir de la palabra merces, merced, salario, considerado como algo sórdido y humillante. Si estos obreros eran despreciados y relegados por la sociedad, su tendencia -o defensa- fue la de asociarse tanto topográficamente, en calles o barrios (identificables por la toponimia romana) como en collegia o asociaciones en razón de las diversas ocupaciones, creencias, afinidades, etc. En estos collegia encuentran no sólo posibilidades de ayuda recíproca, sino -sobre todo en la República final- también un peso político que les permitirá transformarse en grupos presión importante. Unas décadas más tarde, el propio Cicerón, sumamente despreciativo hacia los trabajadores, se esforzó en lograr el apoyo político de estos artesanos y comerciantes y se vanagloriaba del apoyo que tenía por parte de determinados collegia.
Al lado del trabajo asalariado seguía existiendo el trabajo por cuenta propia en muchas actividades. Trabajadores que poseían sus pequeños talleres y eran ayudados por su familia o algún empleado libre o esclavo. Durante el siglo III a.C. estas pequeñas empresas eran las que más abundaban, pero a partir del siglo II a.C. la afluencia de esclavos, de riquezas y la ampliación de los mercados, determinaron la creación de empresas de mayores proporciones, propiedad de un empresario que empleaba a una serie de obreros. Se conocen casos de empresas que fabricaban terra sigillata y daban trabajo a más de i00 obreros. También en el campo de la construcción se desarrollaron empresas de grandes dimensiones. Aunque posterior, es significativo el ejemplo de Craso, que contaba con una plantilla de 500 esclavos para obras de construcción.
Fue también a finales del siglo III a.C. y comienzos del siglo II a.C. cuando se realizaron en Roma una serie de obras de gran envergadura que dieron trabajo a multitud de obreros y artesanos. Una de ellas fue la creación del emporium o puerto comercial, centro de importación y redistribución de las mercancías destinadas a la alimentación de la urbs, iniciado en el 193 a iniciativa de Emilio Lépido, entonces edil. Otra que viene al caso fue la construcción de un macellum o mercado cubierto de alimentación, en el Foro, lo que supuso una tendencia a la especialización y a la desaparición de los pequeños y sucios puestos que, como señala Varrón, atentaban contra la dignidad del Foro.
Los trabajadores libres no fueron sustituidos por los esclavos, pero éstos predominaban cada vez más, en las factorías o empresas de grandes dimensiones (terracota, minería y agricultura). Por el contrario, en los talleres más pequeños y orientados hacia actividades más creativas o que requerían mayor capacidad de iniciativa, predominaban los trabajadores libres que, incluso a veces, firmaban los objetos producidos.
Puesto que la artesanía producía grandes beneficios, pero al mismo tiempo era considerada una actividad humillante e indigna de un hombre libre, se hacía a veces necesaria la presencia de personas intermediarias entre el empresario y los obreros. Así surge la figura del institor o gerente que dirige directamente el taller según las directrices que el patrón le dicta. De este modo, al no actuar directamente, la dignitas del patrón queda a salvo y sin tener que renunciar a los beneficios que tales actividades le reportan.